La psicoterapia es una profesión que implica saber amoldarse como un guante a quien llegue a ti.
Tenga un problema u otro, sea como sea y te caiga mejor o peor.
Un oficio de empatía y entendimiento casi incondicional, que implica constante estudio para conseguir que esto suceda.
Hace un par de meses comencé una nueva formación de dos años de duración.
«¿Sobre qué?», te preguntarás.
Pues sobre traumaterapia infantil.
Un enfoque terapéutico diseñado para crear un entorno seguro para esos niños que han experimentado eventos traumáticos.
Ya sabes:
Abusos, negligencias, la pérdida de un ser querido, accidentes…
Situaciones duras, muy duras.
Y fíjate tú, que me estoy planteando ir a terapia.
De hecho, dada la delicadeza que implican estos abordajes, es una de las recomendaciones que nos hicieron desde el primer día.
Me atreveré a decirte algo que, en mi opinión, no muchos psicólogos están dispuestos a reconocer:
Algunos piensan que sus terapeutas son seres de luz, entidades casi divinas en lo psicológico capaces de mantener al margen su vida y problemas durante las sesiones.
Nada más lejos de la realidad.
Mantener una cierta neutralidad y aceptación es lo que intentamos cada día aquellos que luchamos por ser buenos profesionales.
Pero siempre hay resquicios, grietas, ranuras.
Heridas del pasado, situaciones del presente, o pensamientos sobre el futuro que influyen en nuestras perspectivas y, en consecuencia, en nuestros consultantes.
Porque también somos vulnerables, humanos.
Por eso, para ayudar a los demás, ya sean tus seres queridos o consultantes, a veces has de priorizar ayudarte a ti primero.
Ya no en busca de la solución a un problema personal concreto, tan solo en busca de un mejor entendimiento.
De quién fuiste, de quién eres, y en quién posiblemente te convertirás.